Noel Bauza, Pixabay
El pensamiento de carencia impide que reconozcamos la existencia como
tal.
Nuestros antepasados aprendieron a reconocerse por aquello que tenían. Así
nació el estatus. Cuanto más se tenía, más reconocimiento. Esta manera de
percibirse trajo al presente una herencia emocional que actualmente se traduce
en envidia, avaricia y exceso de consumo.
Como veis, percibirnos incompletos tiene unas repercusiones comunicativas y
sociales poco favorables para el equilibrio y bienestar común.
Es muy habitual encontrarnos con alguna persona y que esta nos pregunte por
nuestro trabajo o por nuestros estudios. Rara vez respirará, nos mirará a los
ojos y nos comentará sinceramente: “¡qué bien te veo!” Si os encontráis con
alguien así podéis deteneros y darle un abrazo sin reparos pues os estará
reconociendo por lo que sois, no por lo que hacéis.
En nuestra sociedad el reconocimiento está invertido. Nos valoramos por lo
que hacemos, no por lo que somos. Desde este punto nacen las exigencias y las
autoexigencias para ser reconocidos mediante un logro.
A menudo, perseguimos el éxito dejando nuestro bienestar al margen sin ser
conscientes de que el reconocimiento ya lo tenemos sencillamente por existir.
Lo que hacemos es el medio por donde extendemos nuestra esencia. Sin
nuestra labor, nuestro universo, el de cada uno, se queda en cenizas pues no
puede extenderse y pierde su capacidad de crecimiento evolutivo.
Cuando el reconocimiento y el valor están orientados a nuestra naturaleza
interna, la capacidad para crear y extendernos mediante una actividad surge con
la motivación y esta a su vez encamina al éxito. Cuando el valor se enfoca en
los logros sin el reconocimiento interno, el éxito obtenido es efímero y
carente de esencia.
La pregunta: “¿para qué estoy haciendo lo que estoy haciendo?” ayuda a
obtener respuestas. Si esa respuesta está ligada a una búsqueda de
reconocimiento, el proceso debe ser invertido pues el reconocimiento no está
afuera, sino en uno mismo.